domingo, 19 de enero de 2020

Ya dejemos de fantasear con la normalidad

En mi casa solían decir eso de para qué ir a un recital si por esa plata te comprás el cd y lo escuchás todas las veces que querés. Pero claro, era el uno a uno, y entonces mis primeros recitales fueron en River, sarpados: el regreso de Serú Girán (aunque no había escuchado a Serú antes), Paul McCartney, y así, todo monumental. No andaba mucho por capital, no salía sola, así que la única música de bar que escuchaba eran bandas de barrio, de amigos, donde supongo que estaba más preocupada por si el-que-me-gustaba me miraba y esas cosas, que por la música (perdón a las y los músicos amigos). Nunca fui muy musical, además. Es hora de decirlo. Me encanta la idea de la música, que exista, lo importante que es para tanta gente, admiro a las personas que saben y hacen música, esos seres que hablan un idioma para mí desconocido. Escucho música (muy poca, puedo pasar semanas sin poner música); mis gustos son recontramil tradicionales; no sé ningún dato musical, por desinterés, claro, pero no retengo formaciones de bandas, fechas; no tengo música en el celular -y esto me convierte casi automáticamente en extraterrestre. Sin embargo, hay canciones que me resultan poderosas, que me llevan y traen en el tiempo, que me cambian el humor, la energía, claro. En general, sucede sin querer. No es una cosa de la que esté orgullosa, lo siento como una limitación, pero también en algún momento entendí que la atención es limitada, que el tiempo es limitado y la música, bueno, quedó ahí en esa frontera de la que no me puedo ocupar mucho. Tal vez -solo tal vez- tenga que ver con que de chica tenía muy mal oído y el profesor de música me hacía sentarme al lado del grabador para que en los exámenes identificara los instrumentos que sonaban. Yo argumentaba que si nunca me habían mostrado cómo suena un trombón, no había forma de que lo identificara sin más, solo por ver el dibujito en el libro, pero parece que el resto de la clase podía y era yo la que -a pesar de mis orejas enormes- no.
Podría vivir sin música, supongo. Hay, de verdad, artistas que me encantan y música a la que vuelvo, pero en resumen, podría, perdón, vivir sin música. Lo considero un dato horrible sobre mí. Pero entre las cosas que vengo descubriendo de mí misma últimamente -o pasando en limpio- me encuentro encantada con la música en vivo. Para ser alguien a quien no le llama especialmente la música fui a muchísimos recitales, tengo que decir. Pero la idea no es ahora una retrospectiva sobre los recitales a los que fui (no lo descarto para otra ocasión). Ahora quiero pensar eso de la música en vivo en general y en el último recital al que fui en particular.
Sí, que me encanta ir a recitales. A recitales pequeños, sobre todo. Modestos, en un bar, donde hay alguna copa que se choca de fondo. Creo que no me daría el fanatismo sobre nada para ir a River de vuelta. Pero al Café Vinilo, por ejemplo, me parece un plan perfecto.
Por suerte, vamos bastante. En una época, hace un par de años, íbamos más, pero ahora igual cada tanto vamos.
Y el viernes a la noche fuimos a ver una fecha de Tomi Lebrero.
Fue en la sala de adelante, la más chica, y estuvo buenísimo. No es la primera vez que lo veía en vivo. Y no es la primera vez que verlo me hace pensar en estas cosas. Hay algo de la transformación de las personas en el escenario haciendo música que me parece mágica, que me contagia esa magia, aunque no entienda nada de lo que están haciendo. Tomi es muy de hablar, además, y es un personaje, y tiene unas letras a veces raras, entre graciosas y nostálgicas y que no vienen a nada. ¿Por qué alguien le haría una canción a la calle Warnes? Y me encanta. Es algo del hacer, del momento, algo genuino, pero ninguna palabra dice exactamente lo que quiero decir ahora. Es algo del presente, de estar presente en esa sala, esa noche. De compartir con desconocidos un momento que da la sensación de íntimo aunque es público, que da la sensación de que el presente es algo que se puede fijar, aunque se acaba enseguida. Supongo que es porque es un presente a gusto y me da eso que dice Vonnegut, que hay que notar el presente y pensar qué bien cuando las cosas están bien, algo así: tener conciencia del presente. La frase exacta es esta. Y sí, se toca también con esta escena de Six Feet Under que me encanta. Supongo que es simplemente eso, que no es nada simple a la vez y nada menor.
La música en vivo al final se parece a la meditación, también, a estar ahí. A hacer cosas con las manos, aunque yo no pueda hacer música, entiendo lo que es estar haciendo algo con las manos. A Tomi lo acompañaban una bajista y un pianista.
Siempre me enamoro un poco de los músicos en vivo, de las caras que ponen, de la concentración y el gusto que se les nota en todo el cuerpo. De cómo se miran entre ellos. Me fascina ver esa comunicación de miradas entre los músicos cuando tocan. Qué se dicen esos ojos.
Siempre, también, se me hace un nudo en la garganta a la hora de los aplausos. Me pasa en las marchas, en los actos, en los aviones incluso, en el teatro. Cuando hay mucha gente aplaudiendo me emociono. Y me encanta aplaudir emocionada.
Una de las canciones que tocaron el viernes cantaba "Ya dejemos de fantasear con la normalidad". Y acá estamos, Tomi. Creo que vamos bien.

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