Sin embargo, empecé libro nuevo en el subte de camino a la oficina. Y me encontré con esto:
Cuando Henry Preston Standish cayó de cabeza al océano Pacífico, el sol empezaba a trepar por el horizonte oriental. El mar estaba calmo como una laguna; el clima tan templado y la brisa tan suave, que era imposible no sentirse gloriosamente triste. En esa parte del Pacífico, el amanecer se realizaba sin fanfarria: el sol simplemente colocaba su bóveda naranja en el borde lejano del gran círculo y se impulsaba hacia arriba, lento pero persistente, dándoles a las débiles estrellas tiempo de sobra para difuminarse con la noche. De hecho, Standish estaba pensando en la enorme diferencia entre la salida y la puesta del sol cuando dio el desafortunado paso que lo mandó al agua salada. Pensaba que la naturaleza prodigaba toda su generosidad a los magníficos atardeceres, pintando las nubes con haces de colores tan brillantes que nadie con un mínimo sentido de la belleza sería capaz de olvidar. Y pensaba que por algún motivo incomprensible la naturaleza era extraordinariamente tacaña con sus amaneceres sobre aquel mismo océano.H.C. Lewis. El caballero que cayó al mar. Trad. de Laura Wittner. Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2010.
Está bien, yo tal vez tenga una debilidad para los temas de clima y metereología, pero no me digan que no es alucinante este comienzo. Un día que arranca con esta lectura no puede ser tan tremendo.
yo iba a decir que tu debilidad tenía que ver con el agua, pero bueno, si vos lo decis...
ResponderEliminarClaro! también con el agua... más vale que este libro me iba a gustar, no? tenía todos los ingredientes...
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