sábado, 19 de marzo de 2011

Distancias

Tengo el cuerpo cansado del viaje todavía. Hoy no tocaba ir a la biblioteca. Me obligo a despertarme y salir de la cama. Y después de un mate, a salir a la calle a pesar del frío y del cielo gris. Día sin agenda. La ventaja de estar varias semanas en una misma ciudad es que no hay que correr por los puntos turísticos. Puedo tomarme mi tiempo para pasear y conocer.
Sin embargo, elijo como primer destino el centro histórico, los greatest hits de Munich. Llego fácil con el tren y una vez en el lugar camino y camino sin parar por horas. Y sin perderme a pesar de las calles irregulares. Saco fotos, muchas, sin pensar casi, un poco enojada con mi cámara que nunca tiene luz suficiente. Es una cámara de verano tal vez. Me pierde más el idioma que el trazado. Soy incapaz de repetir un nombre de todos esos edificios (bueno, alguno todavía me acuerdo, pero sé que no por mucho tiempo). Para adentro, los llamo como se me antoja. Me digo: ah, este es el angerpeter, este el stadienpatz, el vituallen, la casa rosa con el cielo gris de fondo, los tipitos, y así. También a las calles las rebautizo de pasada: la lechestrasse, la nutestrasse, la pipistrasse. Mi propio mapa se va llenando.

Hablo con la gente. Yo pregunto algo en inglés educado y con sonrisa, más por ansiedad, por las dudas de no darme cuenta del todo: ¿en qué dirección tengo que tomar el tren? ¿por aquí es la entrada al andén? Todos contestan amablemente. En el viaje de ida charlé con una italiana que vive acá hace como veinte años. Se quejaba de lo que dura el invierno. En su pueblo, aclara, ya está lleno de flores en esta época. Le señalo un arbusto con unas pequeñas flores blancas. Son las primeras que veo, me dice sonriendo. Después, hablamos sobre todo de precios inmobiliarios, ella venía de ver un departamento porque se tiene que mudar.
En el viaje de vuelta se sientan al lado unos chicos de unos catorce años, quince como mucho. Mirá, esa parece Maru Botana, dice una de las chicas en perfecto porteño señalando un cartel. No me resisto y les pregunto qué andan haciendo, ellos me preguntan a mí. Me resultan chicos para andar viajando solos por Europa. Yo les debo resultar vieja, por supuesto. Me preguntan si estoy sola y se asombran un poco cuando digo que sí.
Cada despedida, indefectiblemente, termina con un que disfrutes mucho.

Mientras paseo encuentro varias librerías y entro en todas, por supuesto. Tapas conocidas, autores internacionales. Sobre todo, adentro de los locales está climatizado y ya no doy más de frío por la calle, así que paso un buen rato mirando libros que no puedo leer y sin embargo entiendo de qué tratan. El código del marketing es bastante internacional... o, al menos, occidental, por supuesto. Encuentro al fin una librería de viejo. Ahí sí que no reconozco sus estantes abarrotados. Lomos de libros que no me dicen nada. Pero el librero es de raza. Me saluda, me pregunta de dónde soy. A pesar de que le dije que no hablo una palabra de alemán, en medio de la conversación se entusiasma y deja de hablar en inglés. Yo asiento. Está claro que igual podemos entendernos.

No hay casi nadie pidiendo en la calle, a pesar de ser un lugar lleno de turistas y de gente paseando, de locales de marca, de restaurantes caros. Sí hay algunos músicos ambulantes, una estatua viviente, uno que se puso en la calle un puestito de cuadros, pero no mucho más. Me resulta extraño. Veo un mendigo, pero está como en una calle lateral, no por donde pasa todo el mundo. Me habla y no le entiendo, le contesto en español. Me pregunta de donde soy y digo que argentina. Cuando me alejo me dice un piropo en italiano.

A media tarde entro en un cafecito a tomar algo. Me asombro de todos esos edificios monumentales, salas enormes, columnas inabarcables y los bares tan pequeños y repletos. Es desproporcionado, como gulliver o alicia, por un momento sos lo más chico del universo mirando una campana en lo alto y de pronto sos un gigante apretado entre otros gigantes, uno encima del otro en este cuarto lleno de mesas, codo a codo en la barra en donde ya no entra un alfiler.

Cuando ya decido emprender la vuelta me sorprende un espíritu más turístico todavía y me meto en una torre medio de sopetón, sin pensarlo realmente. Pago mi entrada y empiezo a subir por una escalera empinada y angosta. ¿Por qué hago esto? Tengo vértigo. Siempre tuve. ¿Qué es este ataque de valentía de pronto? Enseguida me quedo sin aire. No me dan más las piernas y sigo subiendo. Me maldigo para adentro en un idioma desconocido, pero con acento alemán, claro. Después me aseguro que la lista va a valer la pena.
Llego. El balcón es lo más finito que vi en mi vida. Veinte mil escalones para esto. Trato de seguir ese estado de inconsciencia que me llevó hasta ahí y agarro mi cámara y saco fotos sin mirar demasiado. Sightseeing acelerado. 
También de golpe como empecé a subir, empiezo a bajar. Por el camino me cruzo a unos tipos que no dan más y los aliento: you're almost there! Agradecen con sonrisa. Salgo contenta.  
Entro en la estación y me cruzo con un chico que -con sutileza- deja una grulla de origami encima de un cartel. Durante el viaje, hacia el horizonte, se asoma el sol. Se está despejando. Rayos que reflejan en las ventanas de las casas. Pequeños brotes en cada rama. Dos ardillas. Algunas flores tímidas. Sightseeing solo para mí. 

1 comentario:

  1. Me encanta Nat!, en cuanto empiezo a leer me sumerjo, como puedo, donde estas. Y está lindo. :)

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